miércoles, 25 de febrero de 2015

IMAGINACIÓN


Edmundo Dantés –el Conde de Montecristo– es uno de los grandes personajes de la literatura universal. Su historia cautiva por la capacidad que Edmundo presenta para imaginar un escenario futurible que luego la realidad se encarga de ir imitando. Desde su celda, el joven Dantés es capaz de trazar un plan que el destino firmará al pie de la letra y que él ejecutará con frialdad quirúrgica.

En el fútbol, todos los entrenadores tienen algo del Conde de Montecristo por cuanto juegan a imaginar el partido siguiente. Es parte del oficio. Todos estudian los puntos débiles del contrario, su estilo de juego, a sus jugadores más desequilibrantes, sus jugadas de estrategia y la forma que tienen de posicionarse en el campo. Después, como si de una partida de ajedrez se tratara, imaginan las variantes tanto ofensivas como defensivas que van a ejecutar en adelante.

Quizá sea eso lo que diferencie a los buenos entrenadores de los mediocres, pero lo cierto es que cuando el balón comienza a girar, lo más probable es que cualquier planteamiento falle. Porque el fútbol no es una ciencia exacta.

Y volvimos a verlo en el partido que en la última jornada de liga enfrentó al Almería con el Atlético de Madrid. Por eso que en fútbol llamamos “decisión técnica”, y que no es otra cosa que la estrategia adoptada por el entrenador para cumplir el partido que imagina, JIM dejó en el banquillo a Wellington Silva y Soriano, y en su lugar colocó sobre el césped a Edgar y Fran Vélez. El entrenador explicó a posteriori que lo hizo por buscar desmarques en ruptura. Es decir, JIM estaba dispuesto a esperar al Atleti en su campo, cederle la posesión del balón y confiar en la capacidad de robo de sus centrocampistas y en la rapidez de Edgar y Thievy. Al menos, eso fue lo que imaginó…

Pero pronto el guion fue otro. En apenas veinte minutos, el marcador reflejaba un dos a cero, fruto de un penalti extraño y de un error defensivo. A partir de ese momento, sólo quedó mostrar dignidad y capacidad de lucha.

 

miércoles, 18 de febrero de 2015

HÉROE


En el último partido disputado en el Estadio de los Juegos Mediterráneos se enfrentó el peor equipo local (el Almería) al peor equipo visitante (la Real Sociedad), y ninguno se atrevió a romper el sortilegio que, a pesar de la estadística negativa, les mantiene fuera de los puestos de descenso. Así, después del partido, ambos mantuvieron su condición adversa y continuaron siendo los últimos en los cómputos parciales. Pero no nos engañemos; aunque el encuentro arrojó un resultado neutro, el partido fue entretenido. Hubo goles –que al fin y al cabo son el aderezo de este deporte–, hubo polémicas –que hacen más lenta y agradable la digestión de cada partido– y hubo un héroe.

Porque cuando Thievy –ese delantero de cresta desafiante y modales descuidados– pasó el balón a Hemed para que éste hiciera el segundo gol del Almería, la afición ya lo había encumbrado y lo aupaba con su ánimo. Y fue así porque se inventó un penalti que Verza convirtió en la primera ventaja del partido, porque caminó con destreza por la línea de fondo sentando por el camino a cuantos defensas donostiarras le salían al paso en la jugada del gol del delantero israelí y porque parecía el único con un punch definitivo.

Por eso y porque la afición anda necesitada de héroes. Pero no héroes en el sentido mitológico o épico del término, sino a esos héroes identificados con una causa, símbolo de un objetivo y blasón de un equipo. También es cierto que, aunque el último partido del congoleño lo elevara a los más considerados altares de la parroquia almeriense, me temo que su estancia en ese lugar será bastante efímera. Y es que desde que José Ortiz, el Gran Capitán, decidiera dejar la práctica del fútbol, la afición se haya huérfana de sentimientos que la conecten a sus jugadores. Porque él encarnaba el espíritu del equipo y porque su entrega, su juego y su devoción eran entendidos, respetados y admirados por todos y cada uno de los seguidores rojiblancos.

 

miércoles, 11 de febrero de 2015

JOGO


Tras perder las semifinales del Mundial de fútbol de 1990 frente a la selección germana, el mítico jugador inglés Gary Lineker pronunció una frase que ha pasado a la historia de este deporte: “En el fútbol juegan once contra once y al final siempre gana Alemania”. Del mismo modo, existen chascarrillos para calificar estilos de juego asociados a determinadas selecciones como son el tiki-taka español o el catenaccio italiano. Pero si hay uno que define a la perfección el estilo más reconocible, ése es el llamado jogo bonito brasileño.

Brasil es un país que vive de cara al balón. Y si bien no fueron ellos los creadores de este deporte, no les cuesta nada reconocerse como la tierra del fútbol. No sé si será la mezcla de razas o alguna casual combinación de folklores, la cuestión es que del mismo modo que resulta sencillo reconocer a un brasileño bailando samba, resultan inconfundibles jugando al fútbol.

El estilo es descarado, ofensivo, habilidoso, creativo y fluido, y de sus escuelas –callejeras casi siempre– han salido jugadores como Pelé, Sócrates, Ronaldo, Zico, Garrincha o Ronaldinho. Son exportadores natos de talento y no existe una liga profesional de cierto nivel en el mundo que no esté colonizada por sus jugadores. Y la española no es una excepción. De hecho, en nuestra competición se encuentran inscritos 28 brasileños esta temporada, y entre ellos destacan los internacionales Neymar, Marcelo o Dani Alves, y la reciente incorporación madridista Lucas Silva.

Pero también hay otros con menos lustre en equipos más modestos. Es el caso de Michel Macedo y Wellington Silva, en el Almería. Su aportación al equipo no es menor, y su juego, digno representante de su nación, responde a las características mencionadas antes.

Y precisamente de ese juego descarado y creativo nacieron los dos goles que le concedieron al Almería la victoria frente al Córdoba en la última jornada de liga. Una victoria vital porque, como dijo JIM, se trataba de una victoria de cuatro puntos.

 

miércoles, 4 de febrero de 2015

ONCE


Para encontrar las raíces del fútbol moderno tenemos que bucear hasta el Siglo XIX. Más concretamente, hasta el año 1863, cuando nació, al abrigo de una taberna londinense, la FA –asociación de fútbol inglesa– y estableció una serie de indicaciones que se iban a encargar de reglar el desarrollo del juego. Aquellas primeras normas son la base sobre la que se construyó el reglamento actual, pero dejaron una cosa en el aire: el número de jugadores.

Así, durante los años siguientes podían verse partidos donde compitieran quince contra quince o veinte contra veinte jugadores. Pero en 1870 se terminó con esta situación estableciéndose en once el número de futbolistas que tiene que formar cada equipo. No está claro el porqué de ese número. Unos defienden cuestiones prácticas y otros tiran de romanticismo, pero todo parece indicar que se copió del que era por entonces el deporte más popular en las islas británicas: el críquet.

La cuestión es que, aunque la mayoría de las normas establecidas en aquel primer reglamento han variado a lo largo del tiempo, la de jugar once contra once ha permanecido inmutable, adquiriendo dicho número un valor casi quimérico. Y así fue hasta que en los años sesenta el entrenador Helenio Herrera pronunció una lapidaria frase que aún hoy repiten muchos técnicos al quedarse en inferioridad numérica debido a una expulsión: se juega mejor con diez que con once.

La frase carece de lógica, pero de vez en cuando insiste en hacerse presente en los terrenos de juego, como sucedió en el último encuentro que disputó el Almería –frente al Getafe–. En este partido, el equipo de JIM dominó el encuentro durante una hora, momento en el que fue expulsado el defensa getafense Escudero. A partir de ahí, el centro del campo del equipo del sur de Madrid comenzó a fluir más y el Estadio del Mediterráneo llegó a temer revivir capítulos anteriores. Por suerte, el empuje de Pedro León y Diego Castro no fue suficiente y la victoria se quedó en casa nueve meses después.